jueves, 1 de mayo de 2008

Violencia juvenil: ¿Quién contiene a los chicos?

por María Brandán Aráoz
Escritora
Basta leer los diarios, a veces sólo hojear la primera página, para enterarnos de nuevos casos de violencia juvenil. Un adolescente que mata a otro a puñaladas, un joven que le propina una brutal golpiza a un compañero, dos chicas que acorralan a una tercera, la patean y le pegan hasta mandarla al hospital... Y decenas de enfrentamientos entre adolescentes que terminan a golpes, navajazos o a los tiros.
¿Qué les pasa a los chicos y a los jóvenes violentos? Algunas voces, supuestamente autorizadas, y otras, no tanto, se levantan airadas, acusadoras, a la defensiva o a la caza de los máximos responsables. Muchos, sin dudar, responsabilizan a los padres; otros, a los docentes y a los directivos de los colegios; y la mayoría culpabiliza a los juegos de red, a la televisión, a los medios de comunicación, al Estado, la desigualdad social, la ausencia de valores, la impunidad... Y distintas carencias de la sociedad en la que vivimos.
Parece más fácil depositar la culpa afuera, “pasarse la pelota”, no hacerse cargo de la responsabilidad que cada uno tiene en el problema. Por eso, entre tanto discurso acusador, es válido preguntarse: ¿Quién contiene a los chicos?
¿Cómo se engendra la violencia en los chicos?
Hay muchos responsables citados, pero como sería imposible incluirlos a todos en estas líneas (el espacio en la web es tirano), nombraré a aquellos que, a mi juicio, son decisivos a la hora de prevenir y contener la violencia juvenil. Sólo espero que los demás responsables también reflexionen sobre la parte que les toca, y traten de aportar soluciones al problema.
La violencia no surge de golpe, se va gestando desde la infancia. Por eso es innegable la responsabilidad que tienen los padres como principales educadores de los hijos.
Hay muchas formas de educar, pero la mejor es predicar con el ejemplo. Todos sabemos que los chicos aprenden más, y peor, de los malos ejemplos que de cualquier discurso pretendidamente edificante. Si desde la niñez ellos presencian peleas encarnizadas y frecuentes, malos tratos, insultos, discusiones airadas y, ni qué hablar, amenazas o castigos físicos, tarde o temprano imitarán esos comportamientos.
Surten más efecto en el espíritu y en la memoria infantil las escenas de cólera desatada de los padres, que las frases pacifistas, anteriores o posteriores. “No tenés que pelear con tus compañeros”. “¡Pero si vos también te peleaste con tu amiga!”. “¡No le pegues a tu hermana! ¿No ves que es más chica?” “¿Y por qué papá me pega a mí, que soy más chico?”
Algunos hijos son capaces de dar estas respuestas sinceras que, en mi opinión, son las más saludables. Pero otros chicos, no; tienen miedo a perder el cariño de los padres y entonces callan... y acumulan: rabia, rencor, resentimientos... No debería extrañarnos que semejante carga emocional infantil explotara como dinamita en la adolescencia.
No sólo con malos ejemplos se maleduca en la violencia, también con aparentes bondades, que son meras debilidades. ¿Ejemplo? Un chico que llora, grita, tira cosas al piso o patea la puerta y, finalmente, consigue lo que quiere (“Está cansado, mejor le compro el juguete, así se calma”, claudica la madre), además recibe una mala enseñanza. En el futuro creerá (no sin asidero) que basta con enfurecerse y hasta golpear para conseguir lo que quiere. Si la experiencia se repite durante toda la infancia, es muy probable que, ante cualquier frustración, el otrora chico caprichoso se transforme en un adolescente iracundo.
Otra mala educación, a la que me referí en una nota anterior, está en el polo opuesto: es la falta de respeto con la que tratamos a veces a los más chicos. Sin intención aviesa, los padres podemos ser desconsiderados: cuando revelamos sus intimidades ante extraños, los tironeamos o zamarreamos, los minimizamos o los privamos de ciertos derechos apenas tienen “uso de razón” (¿se le cede el asiento a un escolar con mochila? ¿Se los respeta en la cola de la panadería? ¿Se los saluda como al adulto?). Y algo más importante todavía: no siempre los escuchamos ni les prestamos la debida atención. Los adultos estamos ocupados en mil cosas, es cierto, pero nada puede ser más importante que el mensaje de un hijo. Este proceder distraído, en apariencia inocente, violenta a los chicos. “¡Papá, no me estás escuchando!”. Es el reclamo permanente de algunos hijos, una necesidad insatisfecha que les provoca mucha bronca y frustración. En la adolescencia, el mismo reclamo de atención puede llegar a traducirse en un acto violento.
Si sembramos vientos, cosecharemos tempestades. La semilla de la violencia en la tierra fértil de la niñez, dará frutos amargos en la adolescencia.
“Malos ejemplos, debilidad, falta de respeto... ¡Tampoco los padres somos santos! ¿Quién no se pelea con su mujer, llega cansado y no escucha al pibe o lo consiente con tal de no aguantarle la rabieta? ¿No se le va un poco la mano?”, me increpa un lector indignado. Ah, si encima se nos va la mano... Una cachetada es una agresión con mayúsculas, no un simple sopapo “para que reaccione” como piensan algunos adultos. La violencia siempre engendra más violencia. Nada la justifica, salvo cuando se ejerce en defensa de la propia vida.
Los padres no somos santos, es cierto, pero no estaría mal reconocer, más seguido, que somos falibles, que cometemos errores y que los chicos son testigos de nuestras actitudes non sanctas. No estaría nada mal y podría ayudarnos a ser mejores. Además de reconocer, deberíamos reparar y hasta pedir disculpas cuando nos equivocamos. Lejos de perder autoridad, ganaríamos el respeto, la estima y la confianza del chico.
Educar con responsabilidad y sana autocrítica, sobre todo durante los primeros años, es el arma más eficaz para prevenir la violencia en los chicos y en los futuros adolescentes. Esa sí, tendríamos que portarla todos.
Distintas formas de violencia: ¿Las contenemos?
“Muy bien, todo muy razonable, pero suponga que el chico ya está maleducado y es violento. ¿Qué hacemos ahora? ¿Quién lo contiene? ¿Cómo sigue esta película? Porque volver el tiempo atrás, ya no podemos. ¡Déme soluciones!”, se impacienta un lector.
Si me lo permiten, antes me gustaría profundizar en el concepto de violencia. Una pelea a muerte (literal), una golpiza brutal, una puñalada, no siempre se desencadena de un momento para el otro, sin decir “agua va”. (Salvo que estemos ante un severo desequilibrio mental o bajo los efectos de las drogas). Por más equivocados que sea, el agresor tiene sus motivos y, aunque duela decirlo, puede que la víctima o los testigos hayan contribuido, sin intención, a exacerbarlo.
La violencia asesina no tiene ninguna justificación, pero pueden llegar a descubrirse los síntomas previos al estallido y cuál fue el factor desencadenante de la agresión. La violencia suele ser acumulativa y gradual. Se comienza con un cruce amenazante de miradas, una burla, un gesto despectivo, una carcajada maligna, un insulto... ¡Tantas ofensas “menores”! Hasta que los contendientes se precipitan en una riña que termina en la muerte o en la hospitalización de uno de ellos, o de un tercero (por lo general más pacífico y vulnerable).
Veamos algunos testimonios. “Todo empezó en la fiesta de quince, cuando los dos se miraron desafiantes”. “Le tiró unos bollos de papel en clase, y entonces «P» lo esperó a la salida para trompearlo”. “Empezaron a discutir a los gritos. Enseguida vimos que «M» sacaba un arma y empezaba a los tiros.”
En este in crescendo de violencia, ¿no hubo ningún adulto cerca, atento? ¡Tendríamos que estar más alerta ante los primeros síntomas! No sólo los padres sino todos: profesores, directivos, parientes, vecinos, encargados de edificios... Los adultos, en fin, que formamos parte del entorno más cercano, familiar y geográfico, de los chicos.
Porque no sólo hay violencia juvenil en las escuelas (pese a que hayan ocurrido allí los últimos y más resonantes casos) sino también en las calles, los “boliches”, las fiestas y en todos los lugares concurridos por chicos para relacionarse entre sí. Aunque a veces la violencia se fue acumulando, como decíamos antes, y el agresor buscó el momento oportuno, con ausencia de adultos, para desatarla sin contención.
Los maestros suelen ser los más atentos, los que descubren y describen mejor la personalidad agresiva de algún alumno. Hay una vocación maternal o paternal que los lleva a observar con mayor preocupación y sensibilidad, a conocer y a detectar con prontitud que “algo raro le está pasando a este chico”. La citación a los padres, muchas veces preventiva, podría ser un principio de solución. Sin embargo, algunos maestros se quejan de lo contrario. El progenitor citado reacciona mal, se niega a reconocer que el hijo tiene un problema, se enoja con el docente. “¿Usted quiere investigar qué pasa en mi familia? El chico no hizo nada grave, todos se pelean a esa edad”. Y cuando de la pelea y la burla se pasa a la golpiza o al homicidio, ya es tarde para lamentarse.
Los demás adultos: profesores, directivos, vecinos, parientes, ¿están alertas? Porque la violencia juvenil existe y tiene un efecto multiplicador. Y vale aquí una pregunta: ¿Es necesario mencionar a agresores y víctimas de forma tal que puedan ser fácilmente identificables. ¿No se estará exacerbando una fama malsana, al hacerlos aparecer en letras de molde? Tratándose de casos de violencia juvenil, ¿no deberíamos ser más cuidadosos al difundirlos?
“¡Déme soluciones! Además de estar atentos, ¿cómo se procede con el joven violento?”, insiste mi impaciente lector. Si la cuestión llega a mayores, interviene un juez de menores. La cuestión queda en manos de la justicia que, hoy en día, no garantiza que se haga justicia. (Aunque ese sería el tema de otra nota).
Pero si el chico golpeado se recupera, ¿qué castigo recibe el golpeador? ¿Es suficiente con suspenderlo un par de días? ¿Cambiarlo de turno? La palabra “expulsión” es poco simpática pero, digámoslo de una vez, creo que “un cambio de institución” sería preferible a “un cambio de turno”. Me parece una ingenuidad pensar que el mismo colegio que fue testigo del delito puede ayudar al agresor a recuperarse. Sinceramente, no lo creo. Opino que la relación colegio-alumno ya está deteriorada, la autoridad desbordada y el episodio envileció cualquier convivencia pacífica.
En beneficio, no sólo de los otros alumnos sino del propio agresor, sería preferible darle una segunda oportunidad... en una segunda institución. Buscarle un lugar donde no esté encasillado como un violento, donde no arrastre el estigma de golpeador, donde pueda intentar ser otro o uno más, ni el peor ni el más temido. En beneficio de todos, al chico agresor habría que darle el traslado a un nuevo colegio. Y si le duele perder el ámbito conocido, tanto mejor. Que sufra las consecuencias de su proceder, y que los padres sufran las consecuencias de su mala educación.
Esa es la vida real, las demás contemplaciones, aunque figuren en la normativa escolar estatal, se parecen más a la ficción.
Buenos ejemplos, diálogos firmes, límites claros, educación respetuosa y una señal de alerta permanente son las mejores herramientas para prevenir la violencia juvenil. Más difícil será curarla y ¡ojalá pudiéramos desterrarla!
Chicos y adolescentes necesitan amor, atención y límites; nada más y nada menos.

Fuente: San Pablo Online

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